miércoles, 15 de abril de 2015

Palabra y Verdad

Por: Oscar Quiroz


El hombre está hecho de palabras, porque el mundo está hecho también de palabras. Todo, desde el origen, es Palabra. Desde que alguien lleva un nombre y desde que ese alguien nombra lo demás, todo su mundo no es para él otra cosa sino Palabra. Incluso aquello desconocido, aquello que no tiene un nombre especial y definido, es Palabra. Basta ver al niño que le sonríe por primera vez a ese mundo de ruidos y visiones caóticas que le nace en el espíritu con sus primeros jadeos de humanidad. Esa risa es Palabra, porque al reír, el niño llega a su encuentro íntimo y a la vez social con el mundo. Y en tal encuentro comienza el diálogo sustancial y sagrado con Dios y su creación, ese diálogo de preguntas y respuestas, de clamores y vítores, que habrá de entablar hasta el final de sus días, aunque no encuentre ninguna claridad en ellos.


Toda palabra es expresión de lo verdadero, aun a pesar de que la palabra sea también encubridora. Es encubridora en tanto sea usada para oscurecer u ocultar la verdad. Pero de todos modos, incluso haciendo uso de la mentira, la Palabra, la que no se dice, sigue siendo verdadera, como verdaderos son la risa y el llanto que no pueden ocultar la verdad. Queda la Palabra oculta siempre detrás de la lengua del mentiroso, porque el mentiroso miente a sabiendas de que oculta la verdad de algo. Y así, la Palabra no es mentirosa, no encubre nada por sí misma. Además expone al mentiroso, porque al ser el cuerpo también Palabra, éste no encubrirá nunca la verdad de nada. Puede el mentiroso engañar a todos los demás, pero no puede engañarse a sí mismo, porque él sigue siendo principio de esa verdad original que llamamos Palabra en cuanto hace uso de ella y es ella.

La Palabra, en cuanto verdad, es el eje de la relación con nuestro mundo. Cuando el Cristo dice: “En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso”, le “da su palabra” a Dimas y con ella una verdad que, más que esperanza, es una promesa. La confortación y la consolación de Dimas es evidencia de esa verdad que le llega a lo más profundo de su espíritu, porque esa Verdad yace junto a él, en la misma condición de su desgracia... y sonríe. Dimas es capaz de entender a Cristo y de entenderse a él como esa Palabra dicha. Ambos se entienden como Palabra que ascenderá al paraíso, pues sufren en la misma cruz, se saben sufrientes y comparten el desgarramiento de la carne: son la misma carne, pues se compadecen mutuamente, el uno se siente en el otro y sufren el mismo dolor.



Soslayando el aspecto piadoso del acontecimiento de la crucifixión, las palabras que se dirigen Cristo y Dimas son un recordatorio de lo que, sumariamente a la crisis social que venimos transitando, hemos estado perdiendo a pasos agigantados: nuestra Palabra. Hoy en día nuestra Palabra está en duda. Vamos caminando por el mismo sendero cuidándonos del otro, asintiendo amablemente a sus palabras y a sus promesas sin quitar la mano de la espada. Pero no es que uno desconfíe ciegamente de sus semejantes, ocurre que uno ya no confía en su propia palabra ni en sus propias sensaciones, uno mismo se sabe vil y corruptible. Creemos, y creemos mal, que la palabra es vaga y pasajera y fácil de olvidar, también creemos, y creemos mal, que la felicidad o el dolor ajenos no pueden ser propios. Encerrados en la cáscara vacía de una nuez, hemos preferido el silencio y la oscuridad a la Palabra y a la luz explosiva del mundo. Los crucificados nos recuerdan que nada de eso es así. Ellos nos recuerdan que la carne, que es Palabra, habla por sí misma, y se comprende y se abraza amistosamente. Nadie puede dudar ni del placer ni del dolor espiritual y carnal.


La Palabra es, pues, tanto lo que articula la voz como lo que enhebra la mano sobre la hoja. La Palabra es la risa y el llanto, confundibles a veces, la carne que se ruboriza o se lacera. La Palabra es la explosión atómica y hasta los ratos de inmensa paz nocturna. La Palabra es la expresión de un mundo que se confirma a sí mismo su propia existencia. Es, en fin, el único medio de comprensión y compasión de los hombres. Sólo el que puede compadecer y comprender al otro puede llegar a comprender y compadecerlo todo, y así dialogar con el mundo.

Aquél que da su Palabra es aquél que ofrece su carne, y quien así lo hace es digno de todos los favores de la amistad. Así ocurrió aquel viernes santificado en el que el amigo de los hombres dio su Palabra y murió por ella. Si hay o no hay paraíso, si hay o no hay Dios, nuestra Palabra, sea oral o escrita, sollozada o gritada como un dejo de felicidad o de profundo dolor, es la que nos mantiene firmes, la que nos confirma la única Verdad que tenemos segura desde el nacimiento: que estamos vivos y que amamos, sobre todo que amamos. La Palabra es Verdad, sólo falta comprometerse con ella y, más que cualquier cosa, comprometernos con nosotros mismos, tal como el niño se compromete con el mundo cuando sonríe y tal como el Cristo se comprometió con sus amigos antes y después de morir. Hablar con Verdad es dar nuestra palabra, aunque lo demás sea mentira.


Escolio: Ya que la Palabra es promesa de la Verdad, en su número 500, El Afirmativo se afianza en su cometido y, con los dones que las palabras otorgan y con un sentido de profundo compromiso, promete a sus lectores ser siempre honesto con ellos. El Afirmativo, a través de sus colaboradores y aludiendo a sus objetivos, les da su Palabra a todos aquellos que abran sus páginas hoy y todos los días que siga viendo la luz. Palabra de honor.


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