Por: Oscar Quiroz
El
hombre está hecho de palabras, porque el mundo está hecho también
de palabras. Todo, desde el origen, es Palabra. Desde que alguien
lleva un nombre y desde que ese alguien nombra lo demás, todo su
mundo no es para él otra cosa sino Palabra. Incluso aquello
desconocido, aquello que no tiene un nombre especial y definido, es
Palabra. Basta ver al niño que le sonríe por primera vez a ese
mundo de ruidos y visiones caóticas que le nace en el espíritu con
sus primeros jadeos de humanidad. Esa risa es Palabra, porque al
reír, el niño llega a su encuentro íntimo y a la vez social con el
mundo. Y en tal encuentro comienza el diálogo sustancial y sagrado
con Dios y su creación, ese diálogo de preguntas y respuestas, de
clamores y vítores, que habrá de entablar hasta el final de sus
días, aunque no encuentre ninguna claridad en ellos.
Toda
palabra es expresión de lo verdadero, aun a pesar de que la palabra
sea también encubridora. Es encubridora en tanto sea usada para
oscurecer u ocultar la verdad. Pero de todos modos, incluso haciendo
uso de la mentira, la Palabra, la que no se dice, sigue siendo
verdadera, como verdaderos son la risa y el llanto que no pueden
ocultar la verdad. Queda la Palabra oculta siempre detrás de la
lengua del mentiroso, porque el mentiroso miente a sabiendas de que
oculta la verdad de algo. Y así, la Palabra no es mentirosa, no
encubre nada por sí misma. Además expone al mentiroso, porque al
ser el cuerpo también Palabra, éste no encubrirá nunca la verdad
de nada. Puede el mentiroso engañar a todos los demás, pero no
puede engañarse a sí mismo, porque él sigue siendo principio de
esa verdad original que llamamos Palabra en cuanto hace uso de ella y
es ella.
La Palabra, en cuanto verdad, es el eje de
la relación con nuestro mundo. Cuando el Cristo dice: “En
verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso”,
le “da su palabra” a Dimas y con ella una verdad que, más que
esperanza, es una promesa. La confortación y la consolación de
Dimas es evidencia de esa verdad que le llega a lo más profundo de
su espíritu, porque esa Verdad yace junto a él, en la misma
condición de su desgracia... y sonríe. Dimas es capaz de entender a
Cristo y de entenderse a él como esa Palabra dicha. Ambos se
entienden como Palabra que ascenderá al paraíso, pues sufren en la
misma cruz, se saben sufrientes y comparten el desgarramiento de la
carne: son la misma carne, pues se compadecen mutuamente, el uno se
siente en el otro y sufren el mismo dolor.
Soslayando
el aspecto piadoso del acontecimiento de la crucifixión, las
palabras que se dirigen Cristo y Dimas son un recordatorio de lo que,
sumariamente a la crisis social que venimos transitando, hemos estado
perdiendo a pasos agigantados: nuestra Palabra. Hoy en día nuestra
Palabra está en duda. Vamos caminando por el mismo sendero
cuidándonos del otro, asintiendo amablemente a sus palabras y a sus
promesas sin quitar la mano de la espada. Pero no es que uno
desconfíe ciegamente de sus semejantes, ocurre que uno ya no confía
en su propia palabra ni en sus propias sensaciones, uno mismo se sabe
vil y corruptible. Creemos, y creemos mal, que la palabra es vaga y
pasajera y fácil de olvidar, también creemos, y creemos mal, que la
felicidad o el dolor ajenos no pueden ser propios. Encerrados en la
cáscara vacía de una nuez, hemos preferido el silencio y la
oscuridad a la Palabra y a la luz explosiva del mundo. Los
crucificados nos recuerdan que nada de eso es así. Ellos nos
recuerdan que la carne, que es Palabra, habla por sí misma, y se
comprende y se abraza amistosamente. Nadie puede dudar ni del placer
ni del dolor espiritual y carnal.
La
Palabra es, pues, tanto lo que articula la voz como lo que enhebra la
mano sobre la hoja. La Palabra es la risa y el llanto, confundibles a
veces, la carne que se ruboriza o se lacera. La Palabra es la
explosión atómica y hasta los ratos de inmensa paz nocturna. La
Palabra es la expresión de un mundo que se confirma a sí mismo su
propia existencia. Es, en fin, el único medio de comprensión y
compasión de los hombres. Sólo el que puede compadecer y comprender
al otro puede llegar a comprender y compadecerlo todo, y así
dialogar con el mundo.
Aquél
que da su Palabra es aquél que ofrece su carne, y quien así lo hace
es digno de todos los favores de la amistad. Así ocurrió aquel
viernes santificado en el que el amigo de los hombres dio su Palabra
y murió por ella. Si hay o no hay paraíso, si hay o no hay Dios,
nuestra Palabra, sea oral o escrita, sollozada o gritada como un dejo
de felicidad o de profundo dolor, es la que nos mantiene firmes, la
que nos confirma la única Verdad que tenemos segura desde el
nacimiento: que estamos vivos y que amamos, sobre todo que amamos. La
Palabra es Verdad, sólo falta comprometerse con ella y, más que
cualquier cosa, comprometernos con nosotros mismos, tal como el niño
se compromete con el mundo cuando sonríe y tal como el Cristo se
comprometió con sus amigos antes y después de morir. Hablar con
Verdad es dar nuestra palabra, aunque lo demás sea mentira.
Escolio:
Ya que la Palabra es promesa de la Verdad, en su número 500, El
Afirmativo se afianza en su cometido y, con los dones que las
palabras otorgan y con un sentido de profundo compromiso, promete a
sus lectores ser siempre honesto con ellos. El Afirmativo, a través
de sus colaboradores y aludiendo a sus objetivos, les da su Palabra a
todos aquellos que abran sus páginas hoy y todos los días que siga
viendo la luz. Palabra de honor.
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