lunes, 23 de marzo de 2015

Entre la ciencia y la ficción




Resulta paradójico que el hombre conozca más de sí mismo y de su mundo a través de las ficciones que por medio de la realidad misma y de su matemática irrevocable. Pero esto no debe extrañarnos, pues, como nos lo recuerda Chesterton, es natural que lo real nos parezca más extraño que lo imaginado, puesto que lo imaginado procede de nosotros, mientras que lo real procede de una imaginación infinita, la de Dios.

Presuntamente, nos es sencillo diferenciar entre lo que es real y lo que es ficticio. Lo real se aparece ante nosotros como existente, es decir, como algo que “está allí frente a nosotros”, y con ello sus propiedades intrínsecas causales y los principios físico-matemáticos que la constituyen y la rigen, aunque estos últimos no sean tan evidentes como la simple existencia de las cosas. Lo ficticio se aparece, por el contrario, dentro de nosotros, en nuestra imaginación, sin ninguna ley de causa y sin ningún principio matemático ni determinación psíquica, muy a pesar de lo que pueda objetar el psicoanálisis. La ficción parece ser, en este sentido, una creación libre y original de la voluntad que se rige únicamente por los alcances del lenguaje que, dicho sea de paso, es más generoso con ella que con la realidad. Por lo demás, la ficción crea sus propias causas, sus propios principios, usualmente ajenos a la realidad de la que no puede prescindir del todo. La creación ficticia ha de entenderse de tal modo, y siguiendo a Borges: Ese mundo imaginario, su historia, sus matemáticas, sus religiones, las herejías de esas religiones, sus lenguas, las gramáticas y filosofías de esas lenguas, todo, todo eso va a ser más ordenado, es decir, más aceptable para la imaginación que el mundo real en el que estamos tan perdidos, del que podemos pensar que es un laberinto, un caos.

A nosotros nos queda tomar como punto de partida el supuesto de que realidad y ficción son términos antónimos, diferenciados por la experiencia y el pensamiento. La experiencia no nos deja afirmar que hay tal cosa como océanos de plata; la razón, la lógica, el juicio científico, nos impiden afirmar que la luna está hecha de queso. Pero esas ideas persisten como persiste el zumbido del mosco y de la mosca en el oído, sólo que con un zumbido de angustia y de nostalgia, con ese dolor por la proximidad de lo lejano, dolor por lo que no es, pero que, por alguna razón, pensamos que debería ser. En la ficción y en la realidad opera la nostalgia, y cuanto más sabemos de nosotros se debe a esa extraña condición del alma. Sabemos más de lo que no es que de lo que es, paradójicamente, más por lo que no somos que por lo que somos. Y ante ello, ante nuestra propia ignorancia sobre lo real, imaginamos otros mundos, con todas sus reglas, con nuevos principios y hasta con una inusitada matemática, extendiendo la realidad hasta donde quiera el que imagina, algo así como lo que hizo Leopoldo Lugones en sus cuentos.

La ficción desafía a la realidad, pero no como paradigma de la verdad, sino como desafío a la verdad misma. Pero este desafío no debe entenderse como una insolencia del hombre, antes bien, recordando la dolencia de Mefistófeles en el Fausto, el hombre, a diferencia de él, quizás ha podido hacer reír a Dios con su jocosa insolencia, sorprendiéndolo. Si la realidad, como sugiere Chesterton, es obra de la imaginación infinita de Dios, tanto le compete al hombre desafiarla como conocerla, porque la ficción no está subordinada a la realidad ni a sus condiciones numéricas, tampoco a sus legislaciones internas. La ficción que acuña la posibilidad de lo imposible, remarca esa libertad de la voluntad individual y suelta las amarras con que la lógica fatalista de la ciencia y la filosofía la mantienen atada a su piedra cual Prometeo. Y ahora, imaginen, lectores, a ese Prometeo atado a la piedra del Cáucaso, imagínenlo allí con su ojo adivinatorio, con su sabiduría sobre el destino, sabedor de que estará allí eternamente, e imagínenlo entonces sorprendido, sorprendido porque un día alguien, ni él sabe cómo, llegó y lo liberó de sus cadenas. Imaginen ahora que todo eso yace sólo en su imaginación, y que sigue encadenado allí, solitario y condenado. Al titán no le habría quedado más que sonreír con el corazón agitado y encendido por una tenue esperanza o llorado por la misma esperanza, por una fantasía que, aunque sea mera fantasía, le dice más de sí mismo por lo que demuestra su querer que su condena real. El conocimiento de que estará allí para siempre es un conocimiento estéril, vano, una fruslería. A Prometeo, modelo del fatalismo, le sirve más su imaginación.

La ficción, pues, rompe con el fatalismo del pensamiento, ese pensamiento fatal de que estamos subordinados a determinaciones físicas o un destino ya enhebrado por alguna divinidad. La ficción no responde, ciertamente, a un “para qué” sino que ella lo constituye, ella es el “para qué”; la ficción es una finalidad en sí misma y no está al servicio de la realidad. Antes bien, parece que la realidad está al servicio de la ficción.

Si el hombre se reafirmara en una sola verdad, ¿de cuántas novedades no se privaría? Por eso la verdad debe ser desafiada con la ficción como su principal motor, como su principio dinámico. En otros términos, la imaginación no puede ni debe depender nunca de lo que aceptamos como verdadero, sino por el contrario, nuestra búsqueda de la verdad debe depender de los desafíos que la imaginación le pone constantemente. Y esto no es por simple capricho, sino porque es evidente que la realidad es más esquiva que nuestras creaciones.

¿Debemos tratar de materializar nuestras ficciones, haciendo de la ficción una realidad, de lo imposible algo posible? Pues posiblemente, y es que eso del deber sigue siendo subjetivo. De todos modos las ficciones realizadas no han mermado el deseo del hombre por conocer más y seguir imaginando. Nuestro inconformismo es prueba de ello; la realidad, mientras más extraña nos resulta, más nos convida a querer entenderla, y aún cuando se ha comprendido algo de ella, nunca faltan los cuestionamientos que tácitamente la oscurecen a propósito, y eso quizás se debe a que imaginar es lo que mejor sabemos y más nos complace hacer.



 Keith Fontanarrosa

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