Resulta paradójico que el hombre conozca más de sí mismo y de su
mundo a través de las ficciones que por medio de la realidad misma y
de su matemática irrevocable. Pero esto no debe extrañarnos, pues,
como nos lo recuerda Chesterton, es natural que lo real nos
parezca más extraño que lo imaginado, puesto que lo imaginado
procede de nosotros, mientras que lo real procede de una imaginación
infinita, la de Dios.
Presuntamente, nos es sencillo
diferenciar entre lo que es real y lo que es ficticio. Lo real se
aparece ante nosotros como existente, es decir, como algo que “está
allí frente a nosotros”, y con ello sus propiedades intrínsecas
causales y los principios físico-matemáticos que la constituyen y
la rigen, aunque estos últimos no sean tan evidentes como la simple
existencia de las cosas. Lo ficticio se aparece, por el contrario,
dentro de nosotros, en nuestra imaginación, sin ninguna ley de causa
y sin ningún principio matemático ni determinación psíquica, muy
a pesar de lo que pueda objetar el psicoanálisis. La ficción parece
ser, en este sentido, una creación libre y original de la voluntad
que se rige únicamente por los alcances del lenguaje que, dicho sea
de paso, es más generoso con ella que con la realidad. Por lo demás,
la ficción crea sus propias causas, sus propios principios,
usualmente ajenos a la realidad de la que no puede prescindir del
todo. La creación ficticia ha de entenderse de tal modo, y siguiendo
a Borges: Ese mundo imaginario, su historia, sus
matemáticas, sus religiones, las herejías de esas religiones, sus
lenguas, las gramáticas y filosofías de esas lenguas, todo, todo
eso va a ser más ordenado, es decir, más aceptable para la
imaginación que el mundo real en el que estamos tan perdidos, del
que podemos pensar que es un laberinto, un caos.
A nosotros nos queda tomar como punto de partida el supuesto de que
realidad y ficción son términos antónimos, diferenciados por la
experiencia y el pensamiento. La experiencia no nos deja afirmar que
hay tal cosa como océanos de plata; la razón, la lógica, el juicio
científico, nos impiden afirmar que la luna está hecha de queso.
Pero esas ideas persisten como persiste el zumbido del mosco y de la
mosca en el oído, sólo que con un zumbido de angustia y de
nostalgia, con ese dolor por la proximidad de lo lejano, dolor por lo
que no es, pero que, por alguna razón, pensamos que debería ser. En
la ficción y en la realidad opera la nostalgia, y cuanto más
sabemos de nosotros se debe a esa extraña condición del alma.
Sabemos más de lo que no es que de lo que es, paradójicamente, más
por lo que no somos que por lo que somos. Y ante ello, ante nuestra
propia ignorancia sobre lo real, imaginamos otros mundos, con todas
sus reglas, con nuevos principios y hasta con una inusitada
matemática, extendiendo la realidad hasta donde quiera el que
imagina, algo así como lo que hizo Leopoldo Lugones en sus cuentos.
La ficción desafía a la realidad,
pero no como paradigma de la verdad, sino como desafío a la verdad
misma. Pero este desafío no debe entenderse como una insolencia del
hombre, antes bien, recordando la dolencia de Mefistófeles en el
Fausto, el hombre, a
diferencia de él, quizás ha podido hacer reír a Dios con su jocosa
insolencia, sorprendiéndolo. Si la realidad, como sugiere
Chesterton, es obra de la imaginación infinita de Dios, tanto le
compete al hombre desafiarla como conocerla, porque la ficción no
está subordinada a la realidad ni a sus condiciones numéricas,
tampoco a sus legislaciones internas. La ficción que acuña la
posibilidad de lo imposible, remarca esa libertad de la voluntad
individual y suelta las amarras con que la lógica fatalista de la
ciencia y la filosofía la mantienen atada a su piedra cual Prometeo.
Y ahora, imaginen, lectores, a ese Prometeo atado a la piedra del
Cáucaso, imagínenlo allí con su ojo adivinatorio, con su sabiduría
sobre el destino, sabedor de que estará allí eternamente, e
imagínenlo entonces sorprendido, sorprendido porque un día alguien,
ni él sabe cómo, llegó y lo liberó de sus cadenas. Imaginen ahora
que todo eso yace sólo en su imaginación, y que sigue encadenado
allí, solitario y condenado. Al titán no le habría quedado más
que sonreír con el corazón agitado y encendido por una tenue
esperanza o llorado por la misma esperanza, por una fantasía que,
aunque sea mera fantasía, le dice más de sí mismo por lo que
demuestra su querer que su condena real. El conocimiento de que
estará allí para siempre es un conocimiento estéril, vano, una
fruslería. A Prometeo, modelo del fatalismo, le sirve más su
imaginación.
La ficción, pues, rompe con el fatalismo del pensamiento, ese
pensamiento fatal de que estamos subordinados a determinaciones
físicas o un destino ya enhebrado por alguna divinidad. La ficción
no responde, ciertamente, a un “para qué” sino que ella lo
constituye, ella es el “para qué”; la ficción es una finalidad
en sí misma y no está al servicio de la realidad. Antes bien,
parece que la realidad está al servicio de la ficción.
Si el hombre se reafirmara en una sola verdad, ¿de cuántas
novedades no se privaría? Por eso la verdad debe ser desafiada con
la ficción como su principal motor, como su principio dinámico. En
otros términos, la imaginación no puede ni debe depender nunca de
lo que aceptamos como verdadero, sino por el contrario, nuestra
búsqueda de la verdad debe depender de los desafíos que la
imaginación le pone constantemente. Y esto no es por simple
capricho, sino porque es evidente que la realidad es más esquiva que
nuestras creaciones.
¿Debemos tratar de materializar nuestras ficciones, haciendo de la
ficción una realidad, de lo imposible algo posible? Pues
posiblemente, y es que eso del deber sigue siendo subjetivo. De todos
modos las ficciones realizadas no han mermado el deseo del hombre por
conocer más y seguir imaginando. Nuestro inconformismo es prueba de
ello; la realidad, mientras más extraña nos resulta, más nos
convida a querer entenderla, y aún cuando se ha comprendido algo de
ella, nunca faltan los cuestionamientos que tácitamente la oscurecen
a propósito, y eso quizás se debe a que imaginar es lo que mejor
sabemos y más nos complace hacer.
Keith Fontanarrosa
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