A estas alturas muchos ya han adoptado una postura más que apática
en cuanto a la política se refiere. ¿Para qué votar, si todos los
políticos son iguales?, se suele repetir una y otra vez siempre que
llega la hora de los sufragios. La democracia nos ha enseñado más
-en su fracaso- de la naturaleza humana que todos los almanaques de
historia y de ciencia habidos y por haber. Si de hecho ya pocos
confían en las buenas intenciones y en los preceptos del bien común
de los candidatos, se debe a que la experiencia y la memoria
histórica han demostrado que, en cuanto se trata del poder, todos
los seres humanos somos iguales en un aspecto singular. Y es que
todos somos corruptibles, aunque no necesariamente corruptos.
No obstante, la susceptibilidad, tal vez natural, de ser corruptos,
nos mantiene expectantes y, más que dubitativos, incrédulos ante la
idea de que pueda existir un gobernante honesto y, sobre todo,
absuelto de sus intereses particulares.
En un ensayo, Gabriel Zaid sostiene que la corruptibilidad implica
libertad, no fatalidad. Esta noción de corruptibilidad reposa en
nuestra naturaleza, en cómo somos en género, de nacimiento, si se
quiere llamar así, sin embargo, somos libres, nos dice el ensayista,
de corrompernos o no corrompernos. Para decirlo de un modo más
claro: todo hombre puede robar, pero también todo hombre puede
elegir entre hacerlo y no hacerlo; en esa deliberación radica la
libertad.
En cierto modo, la expresión de Zaid está embarrada de un
socratismo moral -valga la redundancia-, porque si alguien se ve
domeñado por su naturaleza, es decir, por su corruptibilidad
genética, no es en realidad una persona libre, sino un esclavo del
vicio. De ahí que tengamos todavía más motivos para dudar de
aquellos que pretenden gobernarnos, sobre todo cuando las
instituciones a las que representan están manchadas indeleblemente
con el estigma de la corrupción y el vicio. Y ante eso no hay mucho
que hacer, porque la historia es muy clara, pocos han sido los
gobernantes que, en su naturaleza corruptible, no se han corrompido.
Para sonar algo cursi: pocos han sido los gobernantes libres del mal
común.
Por lo demás, tal parece que este asunto sobre votar o no votar se
ha vuelto más bien un asunto del azar. Votar es una suerte de
“volado”, un volado que se reduce a una frase: “a ver qué
sale, de todos modos, caiga lo que caiga, la moneda es la misma”.
No votar no es diferente, porque la moneda de cualquier forma habrá
de caer. ¿Qué es lo que nos queda por hacer, entonces?
En este punto nos llega el fatalismo típico que solemos cargar en la
frase: “si nos van a seguir fregando, que gane el que nos friegue
menos”. Y de algún modo esta especie de consigna sirve para
motivar la participación del pueblo en los sufragios. Es
comprensible, porque, en analogía, si el esclavo pudiera elegir el
látigo con el que será azotado, es un hecho que elegiría el que le
cause menos dolor y que le haga menos daño. Aún así, ¿qué clase
de libertad es esa?
Pese a todo lo que se pueda decir sobre la democracia y sobre todas
las argucias políticas que enaltecen el voto como el medio más
eficaz para ejercer la libertad política, lo cierto es que para el
pueblo el ejercicio del voto no es más que un asunto de suerte, una
confianza obligada de que no se lo pasen a fregar
más de lo que ya está. Y es que a uno, acostumbrado a tanta lumbre,
se le olvida el paraíso.
Al pueblo sólo le queda confiar con la lengua entre los dientes y
cruzando los dedos. “Alguno bueno ha de haber...” se dice, o sea,
alguno de entre tantos corruptos pudo haber elegido el camino de la
rectitud y luchado contra sus pasiones corruptibles. Pero saber si
alguien está libre de vicio y corrupción, y aún más, saber
distinguirlo entre los tantos, implica el mismo esfuerzo que
encontrar una aguja en un pajar. No obstante, estamos obligados a
hacer un esfuerzo. No podemos quedarnos sentados esperando a que la
Providencia nos dé sus dones. Nosotros, así como el Abraham
bíblico, debemos interceder por el pueblo, y en mayor grado por
nuestra propia humanidad; debemos pensar que entre los millones de
corruptos hay diez justos que pueden hacer la diferencia, de otro
modo, más valdría hacernos a la idea de que nuestra condena no será
diferente que las de Sodoma y Gomorra.
Con todo, el ejercicio del voto también implica cierta libertad: la
libertad de no venderlo y de no corrompernos por regalos o sobornos.
Uno es libre, asimismo, de votar o no votar, y esa libertad implica
también una previa responsabilidad. Esta responsabilidad no es otra
más que la de conocer lo que los candidatos proponen. Porque fácil
es dejarse encandilar por los discursos demagógicos de esos astutos
oradores, y aún más fácil es someterse al encantamiento de sus
promesas edénicas. Sin embargo, aquellos discursos de coquetería no
son más que subterfugios que nos distraen de lo verdaderamente
importante. La función del voto debe estar determinada por la
viabilidad de las propuestas y de sus alcances en aras del bien
común, y también por un conocimiento suficiente de las
implicaciones subrepticias de las propuestas que los aspirantes a
gobernar suelen maquillar con sus arengas retóricas.
Y aunque sea cierto que casi todos los políticos son iguales, no por
ello debemos vendernos al mejor postor o abstenernos de votar. Cuanto
menos, la libertad de votar debe estar precedida de una deliberación
anterior. Mínimamente debemos tener la firme convicción y los
motivos suficientes para votar por tal o cual candidato o para no
hacerlo. La libertad de elección es también una libertad de
reflexión. Así, pues, seamos libres. Quede.
Oscar Quiroz
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