lunes, 23 de marzo de 2015

¿Votar o no votar?




A estas alturas muchos ya han adoptado una postura más que apática en cuanto a la política se refiere. ¿Para qué votar, si todos los políticos son iguales?, se suele repetir una y otra vez siempre que llega la hora de los sufragios. La democracia nos ha enseñado más -en su fracaso- de la naturaleza humana que todos los almanaques de historia y de ciencia habidos y por haber. Si de hecho ya pocos confían en las buenas intenciones y en los preceptos del bien común de los candidatos, se debe a que la experiencia y la memoria histórica han demostrado que, en cuanto se trata del poder, todos los seres humanos somos iguales en un aspecto singular. Y es que todos somos corruptibles, aunque no necesariamente corruptos. No obstante, la susceptibilidad, tal vez natural, de ser corruptos, nos mantiene expectantes y, más que dubitativos, incrédulos ante la idea de que pueda existir un gobernante honesto y, sobre todo, absuelto de sus intereses particulares.

En un ensayo, Gabriel Zaid sostiene que la corruptibilidad implica libertad, no fatalidad. Esta noción de corruptibilidad reposa en nuestra naturaleza, en cómo somos en género, de nacimiento, si se quiere llamar así, sin embargo, somos libres, nos dice el ensayista, de corrompernos o no corrompernos. Para decirlo de un modo más claro: todo hombre puede robar, pero también todo hombre puede elegir entre hacerlo y no hacerlo; en esa deliberación radica la libertad.

En cierto modo, la expresión de Zaid está embarrada de un socratismo moral -valga la redundancia-, porque si alguien se ve domeñado por su naturaleza, es decir, por su corruptibilidad genética, no es en realidad una persona libre, sino un esclavo del vicio. De ahí que tengamos todavía más motivos para dudar de aquellos que pretenden gobernarnos, sobre todo cuando las instituciones a las que representan están manchadas indeleblemente con el estigma de la corrupción y el vicio. Y ante eso no hay mucho que hacer, porque la historia es muy clara, pocos han sido los gobernantes que, en su naturaleza corruptible, no se han corrompido. Para sonar algo cursi: pocos han sido los gobernantes libres del mal común.

Por lo demás, tal parece que este asunto sobre votar o no votar se ha vuelto más bien un asunto del azar. Votar es una suerte de “volado”, un volado que se reduce a una frase: “a ver qué sale, de todos modos, caiga lo que caiga, la moneda es la misma”. No votar no es diferente, porque la moneda de cualquier forma habrá de caer. ¿Qué es lo que nos queda por hacer, entonces?

En este punto nos llega el fatalismo típico que solemos cargar en la frase: “si nos van a seguir fregando, que gane el que nos friegue menos”. Y de algún modo esta especie de consigna sirve para motivar la participación del pueblo en los sufragios. Es comprensible, porque, en analogía, si el esclavo pudiera elegir el látigo con el que será azotado, es un hecho que elegiría el que le cause menos dolor y que le haga menos daño. Aún así, ¿qué clase de libertad es esa?

Pese a todo lo que se pueda decir sobre la democracia y sobre todas las argucias políticas que enaltecen el voto como el medio más eficaz para ejercer la libertad política, lo cierto es que para el pueblo el ejercicio del voto no es más que un asunto de suerte, una confianza obligada de que no se lo pasen a fregar más de lo que ya está. Y es que a uno, acostumbrado a tanta lumbre, se le olvida el paraíso.

Al pueblo sólo le queda confiar con la lengua entre los dientes y cruzando los dedos. “Alguno bueno ha de haber...” se dice, o sea, alguno de entre tantos corruptos pudo haber elegido el camino de la rectitud y luchado contra sus pasiones corruptibles. Pero saber si alguien está libre de vicio y corrupción, y aún más, saber distinguirlo entre los tantos, implica el mismo esfuerzo que encontrar una aguja en un pajar. No obstante, estamos obligados a hacer un esfuerzo. No podemos quedarnos sentados esperando a que la Providencia nos dé sus dones. Nosotros, así como el Abraham bíblico, debemos interceder por el pueblo, y en mayor grado por nuestra propia humanidad; debemos pensar que entre los millones de corruptos hay diez justos que pueden hacer la diferencia, de otro modo, más valdría hacernos a la idea de que nuestra condena no será diferente que las de Sodoma y Gomorra.

Con todo, el ejercicio del voto también implica cierta libertad: la libertad de no venderlo y de no corrompernos por regalos o sobornos. Uno es libre, asimismo, de votar o no votar, y esa libertad implica también una previa responsabilidad. Esta responsabilidad no es otra más que la de conocer lo que los candidatos proponen. Porque fácil es dejarse encandilar por los discursos demagógicos de esos astutos oradores, y aún más fácil es someterse al encantamiento de sus promesas edénicas. Sin embargo, aquellos discursos de coquetería no son más que subterfugios que nos distraen de lo verdaderamente importante. La función del voto debe estar determinada por la viabilidad de las propuestas y de sus alcances en aras del bien común, y también por un conocimiento suficiente de las implicaciones subrepticias de las propuestas que los aspirantes a gobernar suelen maquillar con sus arengas retóricas.

Y aunque sea cierto que casi todos los políticos son iguales, no por ello debemos vendernos al mejor postor o abstenernos de votar. Cuanto menos, la libertad de votar debe estar precedida de una deliberación anterior. Mínimamente debemos tener la firme convicción y los motivos suficientes para votar por tal o cual candidato o para no hacerlo. La libertad de elección es también una libertad de reflexión. Así, pues, seamos libres. Quede.

Oscar Quiroz


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