Democracia: una imposibilidad para el individuo
Parece ser que el problema de pensar en la democracia como una forma
de gobierno ostensible e irrefutable, entraña un problema al que
antaño se enfrentaba la metafísica clásica: ¿Cuál es la relación
entre lo particular y lo universal? ¿Cómo participa la cosa
singular con la totalidad del cosmos? Del mismo modo, nosotros
preguntamos: ¿cuál es la relación del individuo con el pueblo? ¿La
hay, o es meramente una apariencia que guarda en sus adentros otra
complicación más profunda?
Una crítica profunda de la democracia debería contener una crítica
al individuo, que no al pueblo, a pesar de que pueda decirse que, por
concepto, la democracia sólo cabe en el conjunto y en la pluralidad.
Pero como la pluralidad es un conjunto de singularidades, es más que
pertinente aseverar que si la democracia es y ha sido una ilusión
devenida en una suerte de ídolo redentor que ha fracasado, se debe
al complejo modo de ser del
individuo que la constituye en su estrato más simple.
Llamemos a este individuo a la
antigua: el zoon politikon.
De cierto tenemos que el hombre, el humano, a distinción de los
demás animales, es un animal esencialmente político, es decir, que
se junta para sobrevivir y vivir, sobre todo para vivir bien, para
ser feliz.
Todos queremos vivir bien, todos
buscamos la felicidad; y no faltará aquel diga que ya es feliz o que
trata de ser feliz a su propio modo, de una manera tan particular que
la felicidad es cuestión de intimidad y no de política. No
obstante, el hombre está, por decirlo así, condenado a vivir en
compañía por “naturaleza”. Y si la felicidad estriba en la
intimidad y en la singularidad, la relación del individuo con la
sociedad no es más que un compromiso prescindible. Pero la felicidad
íntima, por más que se le busque, a no ser que se trate de aquella
felicidad edificante construida por el sentimiento religioso, depende
en todo sentido de la relación del uno con los otros, de una
relación de intimidades. Así, la felicidad es un ejercicio
político, pero que nace de la individualidad.
El hombre, pues, parece estar sumido
a priori en un atolladero, en una de sus tantas contradicciones
subjetivas: es un individuo pero también es parte de un conjunto de
más individualidades. Buscar la felicidad a costa de los demás
resulta más práctico, pero, como es evidente en nuestra
experiencia, el asunto tiende a generar conflictos. Suele ser que la
felicidad de uno es la enemistad con el otro. Y es que el hecho es
que cada cabeza es un mundo, según se dice. Cada quien tiene una
idea de lo que es la felicidad y la defiende, y ante eso sólo
prevalece el respeto a la ideología ajena. Sin embargo, el respeto
al libre pensamiento no es otra cosa más que vil y llana demagogia,
síntoma de una enfermedad enraizada en el desarrollo intestino de la
sociedad moderna. Que sea cierto aquel amuleto retórico de que cada
cabeza es un mundo, no exime una afirmación aun más poderosa: que
todas las cabezas están en un solo mundo y que ese mundo es también
prioritario.
La democracia ha pretendido
solucionar este problema a través de ciertos principios
conciliadores: que todos somos iguales y que, en dicha igualdad, se
deben perseguir los mismos objetivos, o al menos los objetivos que
representen las preocupaciones mayoritarias del pueblo. Pero esta
conciliación, tal como la vemos en nuestros días (y aun en los días
antiguos del apogeo de la democracia), no está concentrada de ningún
modo en la búsqueda de la felicidad individual, sino que, por el
contrario, aterriza sus intenciones en un terreno ya labrado por la
producción económica y los menesteres políticos que suponen la
felicidad como un estado de cosas determinado por los bienes
materiales. Así, la historia de la democracia es en sí misma la
historia del fracaso humanístico. Por un lado, ofrece bienestar
social y político, en otras palabras se compromete con el pueblo,
con la pluralidad; pero por el otro, excluye al individuo. En estos
niveles, el fracaso se muestra evidente: ¿cómo se puede tener un
pueblo feliz, si los hombres en particular son infelices? Y por el
contrario, ¿cómo uno puede ser feliz, si el pueblo en general es
infeliz? Y aún más: ¿cómo se puede vivir bien con una propuesta
que acaba de tajo con la pregunta por la felicidad?
Como se ve, la democracia es
incluyente en términos efectivos en lo que concierne a la política
demagógica y económica, pero es excluyente en cuanto del ser íntimo
del hombre se trata. En otros términos, el hombre se objetiva en la
pluralidad que se ha llamado “pueblo”, perdiendo, sin querer, su
individualidad en niveles políticos. Y es que el hombre parece o
está de hecho condenado a ser un animal esencialmente político,
pero especialmente ensimismado, absorto en sus propias dolencias
existenciales y morales de las que no participa nadie más. El
problema cabe en una pregunta: ¿hay tal cosa como aquello que
llamamos pueblo? ¿O es que el pueblo es nada más un conglomerado de
sectarios que conforman un lugar geográfico?
El gran problema de la democracia no es sencillamente la
insuficiencia de los gobernantes para llevarla a cabo; y la arenga:
“el pueblo unido jamás será vencido”, es más bien una
plegaria, una plegaria que antepone el repudio por un gobierno
opresor a los valores morales de los individuos. Y es que el pueblo
no quiere ser llamado pueblo; el individuo es orgulloso y el deseo de
gloria una necesidad que no puede ser contenida por sentimientos
infundados de unidad y fraternidad. Para pensar la democracia se
necesita pensar en el individuo, en sus deseos íntimos y en su modo
de ser, pues es la fuerza incontenible de su fuero interno lo que de
hecho lo constituye en su aspecto más profundo y verdadero. El
pueblo sigue siendo una abstracción, pese a que pretenda dársele
una identidad común que lo despierte como una unidad. No obstante,
el hombre es un animal sentimental antes que racional. Así, el
reivindicador de la democracia y las legiones intelectuales se
enfrentan a una tarea quizás imposible: despojar al hombre de sí
mismo, sacarlo de su intimidad sentimental y darlo a una política
extraña que junta indiscriminadamente lo que parece que no puede
estar junto (la intimidad y la política). Y lo cierto es que la
única solución es hacer del hombre una “máquina liberal de
pensar”. ¡Pero Dios nos libre de ser simples y vacuas máquinas!
Un perro del espacio
No hay comentarios.:
Publicar un comentario