sábado, 14 de marzo de 2015

¿Democracia?




Democracia: una imposibilidad para el individuo

Parece ser que el problema de pensar en la democracia como una forma de gobierno ostensible e irrefutable, entraña un problema al que antaño se enfrentaba la metafísica clásica: ¿Cuál es la relación entre lo particular y lo universal? ¿Cómo participa la cosa singular con la totalidad del cosmos? Del mismo modo, nosotros preguntamos: ¿cuál es la relación del individuo con el pueblo? ¿La hay, o es meramente una apariencia que guarda en sus adentros otra complicación más profunda?

Una crítica profunda de la democracia debería contener una crítica al individuo, que no al pueblo, a pesar de que pueda decirse que, por concepto, la democracia sólo cabe en el conjunto y en la pluralidad. Pero como la pluralidad es un conjunto de singularidades, es más que pertinente aseverar que si la democracia es y ha sido una ilusión devenida en una suerte de ídolo redentor que ha fracasado, se debe al complejo modo de ser del individuo que la constituye en su estrato más simple.

Llamemos a este individuo a la antigua: el zoon politikon. De cierto tenemos que el hombre, el humano, a distinción de los demás animales, es un animal esencialmente político, es decir, que se junta para sobrevivir y vivir, sobre todo para vivir bien, para ser feliz.

Todos queremos vivir bien, todos buscamos la felicidad; y no faltará aquel diga que ya es feliz o que trata de ser feliz a su propio modo, de una manera tan particular que la felicidad es cuestión de intimidad y no de política. No obstante, el hombre está, por decirlo así, condenado a vivir en compañía por “naturaleza”. Y si la felicidad estriba en la intimidad y en la singularidad, la relación del individuo con la sociedad no es más que un compromiso prescindible. Pero la felicidad íntima, por más que se le busque, a no ser que se trate de aquella felicidad edificante construida por el sentimiento religioso, depende en todo sentido de la relación del uno con los otros, de una relación de intimidades. Así, la felicidad es un ejercicio político, pero que nace de la individualidad.

El hombre, pues, parece estar sumido a priori en un atolladero, en una de sus tantas contradicciones subjetivas: es un individuo pero también es parte de un conjunto de más individualidades. Buscar la felicidad a costa de los demás resulta más práctico, pero, como es evidente en nuestra experiencia, el asunto tiende a generar conflictos. Suele ser que la felicidad de uno es la enemistad con el otro. Y es que el hecho es que cada cabeza es un mundo, según se dice. Cada quien tiene una idea de lo que es la felicidad y la defiende, y ante eso sólo prevalece el respeto a la ideología ajena. Sin embargo, el respeto al libre pensamiento no es otra cosa más que vil y llana demagogia, síntoma de una enfermedad enraizada en el desarrollo intestino de la sociedad moderna. Que sea cierto aquel amuleto retórico de que cada cabeza es un mundo, no exime una afirmación aun más poderosa: que todas las cabezas están en un solo mundo y que ese mundo es también prioritario.

La democracia ha pretendido solucionar este problema a través de ciertos principios conciliadores: que todos somos iguales y que, en dicha igualdad, se deben perseguir los mismos objetivos, o al menos los objetivos que representen las preocupaciones mayoritarias del pueblo. Pero esta conciliación, tal como la vemos en nuestros días (y aun en los días antiguos del apogeo de la democracia), no está concentrada de ningún modo en la búsqueda de la felicidad individual, sino que, por el contrario, aterriza sus intenciones en un terreno ya labrado por la producción económica y los menesteres políticos que suponen la felicidad como un estado de cosas determinado por los bienes materiales. Así, la historia de la democracia es en sí misma la historia del fracaso humanístico. Por un lado, ofrece bienestar social y político, en otras palabras se compromete con el pueblo, con la pluralidad; pero por el otro, excluye al individuo. En estos niveles, el fracaso se muestra evidente: ¿cómo se puede tener un pueblo feliz, si los hombres en particular son infelices? Y por el contrario, ¿cómo uno puede ser feliz, si el pueblo en general es infeliz? Y aún más: ¿cómo se puede vivir bien con una propuesta que acaba de tajo con la pregunta por la felicidad?

Como se ve, la democracia es incluyente en términos efectivos en lo que concierne a la política demagógica y económica, pero es excluyente en cuanto del ser íntimo del hombre se trata. En otros términos, el hombre se objetiva en la pluralidad que se ha llamado “pueblo”, perdiendo, sin querer, su individualidad en niveles políticos. Y es que el hombre parece o está de hecho condenado a ser un animal esencialmente político, pero especialmente ensimismado, absorto en sus propias dolencias existenciales y morales de las que no participa nadie más. El problema cabe en una pregunta: ¿hay tal cosa como aquello que llamamos pueblo? ¿O es que el pueblo es nada más un conglomerado de sectarios que conforman un lugar geográfico?

El gran problema de la democracia no es sencillamente la insuficiencia de los gobernantes para llevarla a cabo; y la arenga: “el pueblo unido jamás será vencido”, es más bien una plegaria, una plegaria que antepone el repudio por un gobierno opresor a los valores morales de los individuos. Y es que el pueblo no quiere ser llamado pueblo; el individuo es orgulloso y el deseo de gloria una necesidad que no puede ser contenida por sentimientos infundados de unidad y fraternidad. Para pensar la democracia se necesita pensar en el individuo, en sus deseos íntimos y en su modo de ser, pues es la fuerza incontenible de su fuero interno lo que de hecho lo constituye en su aspecto más profundo y verdadero. El pueblo sigue siendo una abstracción, pese a que pretenda dársele una identidad común que lo despierte como una unidad. No obstante, el hombre es un animal sentimental antes que racional. Así, el reivindicador de la democracia y las legiones intelectuales se enfrentan a una tarea quizás imposible: despojar al hombre de sí mismo, sacarlo de su intimidad sentimental y darlo a una política extraña que junta indiscriminadamente lo que parece que no puede estar junto (la intimidad y la política). Y lo cierto es que la única solución es hacer del hombre una “máquina liberal de pensar”. ¡Pero Dios nos libre de ser simples y vacuas máquinas!

Un perro del espacio


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